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lunes, 6 de agosto de 2012

Filosofía paralítica




Imagen gratuita
El tipo no aguantaba más. No podía esperar, tenía que escribir su texto. Acaso todo el texto debía ser escrito esa misma noche. Pero no estaba en condiciones de hacerlo: tenía la cabeza aturdida, las emociones coaguladas, los nervios congestionados. Y respiraba poco. Era como si respirar correctamente amenazara con despertarlo a la conciencia del dolor. De esta manera, respirar poco semejaba una pulsión de muerte. Pero el tipo no creía en esas cosas; debía haber otra explicación. El instinto de supervivencia debería ser realmente básico, omnímodo, aunque muchas veces pareciera lo contrario. Se relajó, resignado. Igual escribiría lo que pudiera, porque su urgencia por hacerlo no tenía contemplaciones. Por eso escribió, pero solamente un párrafo, lo que le dejó una sensación de grotesco. No obstante, con eso quedó exhausto y libre de necesidad literaria. Comenzaba un artículo sobre Hawking. Hubiese querido esperar a que el material estuviese preparado, pero no pudo hacerlo y escribió aquel párrafo. Había comenzado a escribir de todas formas excusándose en su urgencia, es cierto, pero también consolándose con la idea de que luego escribiría un ensayo normal, prolijo. Sin embargo, su proyecto de escribir una segunda versión prolija se vio tan malogrado como su proyecto inicial de aquella noche.
El tipo improvisó su proyecto inicial poco antes y durante la escritura del primer párrafo. Pero a pesar de la improvisación, incorporó en él aspectos metodológicos muy específicos. Citaría de memoria a medida que los fragmentos del libro de Hawking (y Penrose) fuesen surgiendo en su conciencia. Incluso citaría mal, si la presión de su mente así lo imponía. También había incluido en el proyecto algunos detalles caprichosos: Citaría los números de página con palabras, y no con números; escribiría “doce” y no “12”. Las citas no aparecerían entre comillas o separadas por renglones en blanco, sino en cursiva: —En vista de esto —había considerado el tipo obsesivamente— habrá que saber distinguir las citas de las palabras aisladas que yo ponga en cursiva por motivos de énfasis.
Al otro día el tipo borró el párrafo que había escrito, aunque conservó las dos primeras oraciones. Luego continuó escribiendo. Stephen Hawking no le gustaba.

Proyectado sobre Senate House

Martins le había dado la noticia de que el libro había salido. Miró online el stock en un par de librerías de Corrientes, pero terminó comprándolo en el kiosco de revistas a una cuadra de su casa, a unos treinta kilómetros de capital, en un barrio de gente humilde, o por lo menos ignorante. Era un kiosco en el que hasta hacía poco se vendían las revistas y los libros de Claudio María Domínguez, y en el que probable y desgraciadamente se volvieran a vender bien dentro de poco… Ver allí el libro de Hawking-Penrose le pareció algo surrealista. El libro estaba al mismo precio que en las librerías. Lo compró. Compensó el que no le hicieran descuento de cliente con el ahorro del viaje a capital. El libro era delgado y el arte de tapa era bastante berreta. Pasados unos días, el tipo lo leyó. Entonces se multiplicó en su cabeza la impresión surrealista que había tenido con ocasión de la compra. El libro no era de divulgación y, para colmo de contrastes, tampoco estaba dirigido exactamente a físicos cualesquiera. Un librito que, en el mejor de los casos, podía ser bien comprendido sólo por físicos teóricos especializados en cosmología y gravedad cuántica generaba un choque surrealista al verlo expuesto en la portezuela del kiosco de revistas. El libro estaba al lado de la revista Caras. Estaba al lado de las revistas de minas desnudas. Estaba al lado de las revistas de tejido al crochet. ¿Eclecticismo? Más bien parecía una mestura (en el sentido rural-aragonés del término) podridita. No, Stephen Hawking no le gustaba.
La naturaleza del espacio y el tiempo, se llamaba el libro. Grupo editorial Random House Mondadori, sello Debate; noviembre de 2011; 7500 ejemplares. Publicado acá nomás, en Avellaneda. El libro consistía en una serie de conferencias que, alternadamente, Stephen Hawking y Roger Penrose habían dado en 1994. A las conferencias seguía un epílogo más o menos reciente de los autores. —1994 es también el año en el que Penrose publicó Las sombras de la mente —recordó el tipo. El libro tocaba temas muy puntuales de física teórica, pero también eran los temas que precisamente le interesaban al tipo y, en general, a la gente. —¿O era sólo por la silla de ruedas de Hawking por lo que el libro había llegado a los kioscos de revistas? —se cuestionó el tipo— No…, tenés el caso de Einstein… ¿O es que acaso Einstein se hizo famoso por el pelo cano, largo y desgreñado? Y por los tupidos bigotes blancos; y por la cara de bueno… ¿O porque sacó la lengua para aquella foto? Vaya uno a saber… Muchos sabios dicen que Newton fue el más grosso, pero, si esto fue así, ¿por qué Newton no generó el desmadre de la gente? ¿Porque en el siglo XVII no habían kioscos de revistas? Igual algo de genuino debe haber en todo esto —pensó el tipo—. La gente compra estos libros sobre relatividad general, teoría cuántica y similares. No los lee, pero los compra. Penrose —recordó ahora el tipo— vendió más de un millón de ejemplares de El camino a la realidad. Pero tal vez Penrose no se hubiese hecho famoso si no hubiera sido compañero de Hawking y, a la par, su némesis filosófica; y esto pese a que Penrose era un físico de gran renombre; pese a que era medio filósofo… Es increíble lo que puede una silla de ruedas.

Little show

—Pero no —se resistía el tipo a pensar mal—, algo de verdadero debe haber en todo esto. La gente no lee esos libros —insistió—, y mucho menos los más difíciles, pero los compra. Una parte del instinto filosófico de la gente sabe que, tras el velo del marketing, en lo profundo de los sueños, algo importante hay. Matemáticas, física, el universo, todo eso es importante —pensó el tipo que percibía la gente—. “Algo polenta hay detrás de todo esto que no entiendo —dijo el tipo como si citara a la gente—: es demasiado críptico como para ser falso.” Y la gente compra los libros de Hawking y Penrose, y no los lee, salvo algún que otro chaval, medio ñoño, medio nerd, en cualquier caso desigual. Sólo porque el justo Lot todavía estaba allí, Yahvé aún no había destruido a Sodoma y Gomorra. Sólo para que un óvulo sea fecundado, millones y millones de espermatozoides son lanzados. Esas compras de libros —se dijo el tipo—, ¿tendrán algo que ver con la llamada “sabiduría de la multitud”? —El tipo vio algo sobre eso el otro día en la tele (después encontró el video en YouTube). El tipo creía que el conductor del programa era un físico o un matemático. Desde que se enteró de la sabiduría de la multitud, el tipo tendió, mediante alguna apresurada conexión esbozada por su inconsciente, a ver con mejores ojos a la democracia; como si ella ya no fuese tan sólo la forma de “prevenir las tiranías”.
—Hummm… —onomatopeyizó el tipo.
Hawking como físico: —Y…, no sé —dijo el tipo—, no tengo la competencia para juzgarlo… (Si tengo tiempo esta noche lo estudio.) Igual parece que el paralítico es bastante grosso. Parece que la “radiación Hawking” es un logro importante; ¿o era la radiación Bekenstein-Hawking? Por otro lado, es cierto que los teoremas de singularidad están muy padres, pero, ¿no los hizo con Penrose? Y así como los diagramas de Penrose son en realidad los diagramas de Carter-Penrose, la teoría del universo ilimitado, ¿no es la propuesta de ausencia de frontera de Hartle-Hawking? Ya pasaba algo similar —continuó el tipo en tono especulativo— con ese linyera, Einstein: la relatividad restringida y las transformaciones de Lorentz…; la relatividad general y los trabajos de Hilbert… Hoy en día en física, vivos, hay muchos tipos igual o más grossos que Hawking (el mismo Penrose y Ed Witten, para tomar los ejemplos más conocidos), pero claro, ellos no tienen ELA, ellos pueden caminar…— Indignado ante estas palabras, el fiambrero soltó metralla: —¡Pero Hawking es un tipo muy tenaz, enormemente tenaz! —Mirá —le replicó el tipo—, una persona enormemente tenaz más bien sería un basquetbolista promesa que se sobrepusiera a la amputación de sus brazos: ése sí que se habría quedado en pelotas. No quiero decir —prosiguió el tipo jovialmente— que el cuerpo sano no sea una bendición para todos los seres humanos, sin excepción, pero un tipo que por sobre todo usa la cabeza no quedará reducido a cero si lo que le falla es solamente el cuerpo. No lo echará tanto en falta, ni mucho menos, como otro que trabaja con el cuerpo. —Bueno —dijo el fiambrero un tanto avergonzado—, pero por lo menos tendrás que reconocer el fino sentido del humor que tiene Hawking. —¡Cualquier cosa menos eso! —gritó el tipo—. El humor de Hawking es de lo más pedorro que hay. Es un humor tosco, pedestre, ¡estúpido! Leí una vez que, de pendejito, Hawking admiraba a Bertrand Russell, pero, evidentemente, de la brillantez cómica de Lord Russell no aprendió absolutamente nada.

Mecánico

Hacia el final de La naturaleza del espacio y el tiempo hay una especie de debate entre Hawking y Penrose. Allí Hawking utiliza un poco de su “buen humor” para atacar a Penrose. Pero Sir Roger no contesta las chanzas y se limita a replicar las objeciones argumentales. Igual el tipo se preguntó por qué Penrose no le surtía al paralítico. ¿Era solamente por su buen natural, o porque era demasiado caballero? ¿O era porque discriminaba a Hawking por discapacitado? En fin, que el tipo recordó que cuando él mismo era mozuelo lo bienquería a Stephen. “Cosas de adolescentes que se disponen a estudiar física en la universidad”, pensó. Al tipo también le había gustado la idea de que el genio de la física teórica fuese un paralítico, porque eso era romántico. ¡Si hasta él mismo se había mimetizado, cual Zelig, haciéndose un poco el paralítico! “En los primeros años de la carrera de licenciados en física —recordaba el tipo—, todos los chicos habían querido ser paralíticos.” Últimamente, Martins le dijo al tipo que le parecía notable que un sujeto que sólo puede mover un dedo y que se comunica a través de una máquina sea una persona que se dedica a estudiar el universo. “¿Era la encarnación de la res cogitans cartesiana?” —se preguntó el tipo. En fin, que el tipo se cacheteaba despacito la mejilla y se decía: “Y pensar que Hawking era mi ídolo.” En aquellos años mozos, solía dirigirse mentalmente al paralítico, diciéndole: “No te mueras, Stephen Hawking. Esperá a que yo, diploma en mano, vaya a visitarte.” Aquellos años infelices. “Pero bueno —se consolaba el tipo—, al menos Hawking quedará en la historia como gran antologista. Como físico también, claro, pero sobre todo como antologista.” —Porque… —le decía ahora el tipo al fiambrero—, ¿viste que grossa la antología que publicó Hawking el año pasado? ¡Reúne los textos fundamentales de la mecánica cuántica, los originales! Cojonuda edición de editorial Crítica, que pasa las 1200 páginas. Y la tapa violeta tan brillante: me mola.
Show de láseres
Al tipo le faltaban leer un par de libritos de o sobre Stephen Hawking. Pensaba leerlos si la vida le alcanzaba. Pero había sentido algún escrúpulo por disponerse a escribir su artículo sobre la filosofía de Hawking sin que tales lecturas fuesen previamente completadas. Empero, el tipo apostaba cien contra uno a que, cuando al fin las completara, tales lecturas no harán más que refrendar su posición sobre la filosofía paralítica, de suerte que ésta incluso le parecerá aún más grotesca. Porque lo que ya sabía el tipo sobre la filosofía de Hawking era suficiente para prever que lo que le faltaba saber terminaría reforzando su opinión básica. Y su opinión básica, ciertamente, era muy simple: que, como filósofo, Stephen Hawking era lo menos. Un físico atlético, para qué negarlo, pero un filósofo paralítico. Buen comerciante, eso sí. El tipo leyó en Wikipedia que “La primera esposa de Hawking, Jane Wilde, declaró públicamente durante el proceso de divorcio que él era ateo pero que citaba muchas veces a Dios en sus libros con fines comerciales”, declaración que al tipo le pareció que aportaba una nota de color. —¿Te acordás cuando sacó todas las ecuaciones de su libro de finales de los ochenta para vender mucho? —le dijo el tipo al fiambrero. —Síii…, ¡qué chabóoooooonnn! —le contestó el fiambrero, radiante. —Pero a Penrose no le importó poner ecuaciones, como sabrás. —Sí…, ¡qué chabóoooooonnn…! —El profesor Cassini me dijo una vez que los físicos no eran buenos filósofos, con lo cual yo disentí en varios casos y en diversos aspectos. —Claro, exacto —convino el fiambrero. —Pero no se puede negar que el profesor Cassini acertó completamente en el caso de Hawking… —concluyó el tipo, pero luego agregó con gravedad reflexiva:— Es que Hawking parece tener una visión muy distorsionada de la filosofía, como si confundiera a Platón con Shirley MacLaine.
Aquella noche el tipo no aguantaba más. Desde hacía cosa de una hora u hora y media, y durante el corto tiempo en que escribió, había elaborado su proyecto ensayístico sobre el trasfondo de una incipiente locura. No tenía forma de saber que el proyecto que pergeñaba sobre la marcha no iba a cumplirse exactamente. Incluso podría considerarse que, en los primeros momentos, el hecho de terminar su ensayo esa misma noche formaba parte del proyecto, pero, naturalmente, esto no ocurrió. Había escrito sólo un párrafo y luego había palmado, víctima del estrés. Pero no sólo no se cumpliría este aspecto explosivo (y a la vez maratónico) de su proyecto, sino que tampoco lo harían otros aspectos de detalle: No acabaría citando los números de página con palabras, sino con números, como todo el mundo. Tampoco se daría el lujo de citar de memoria, sin literalidad alguna o incluso mal. Y para colmo, las planeadas citas no aparecerían en cursiva, sino entre las normales comillas.
Ya en el principio de La naturaleza del espacio y el tiempo, las declaraciones filosóficas de Hawking resultaban truculentas: «… yo soy decididamente conservador comparado con Penrose. Yo adopto el punto de vista positivista según el cual una teoría física es solamente un modelo matemático y no tiene sentido preguntar si se corresponde o no con la realidad» (página 12 de la edición aludida). —¿Conservador? —se preguntó el tipo—, ¿conservador de qué? Seguramente no del legado platónico, ni mucho menos del agustiniano. Por otro lado…, ¿solamente un modelo matemático? Este chico se piensa que la tiene clarísima al determinar la referencia de la expresión “un modelo matemático”, al punto que puede decir, por su familiaridad con la cosa y por la inferioridad que le atribuye, que una teoría es solamente eso, como quien dice: “Eso no es un fantasma; es tan sólo un gato negro”. Pero aunque algo sea familiar —continuó el tipo, reflexivamente—, no por ello es conocido: el sol, para qué negarlo, ya era bastante familiar a los antiguos, pese a que ellos no tenían ni la más remota forma de saber que en el interior del astro se producía la fusión nuclear.— Y de pronto, el tipo se impacientó:— ¿Y por qué pretendés ahora que la palabra “realidad” siempre tiene un sentido que vos nunca le das? ¡Vamos, hombre, que la idea de la vinculación con la realidad está todo el tiempo en la ciencia natural! Pero si no estás de acuerdo, yo te pregunto: ¿cuál es el sentido exacto de “realidad” que vos negás, tan compadrón? No creo que lo sepas.

Volando (sólo con el cuerpo)

Mucho más adelante en el libro, cuando ya se han gastado los cartuchos matemáticos y llega el momento de mostrar las cartas filosóficas, Hawking dice: «Él [Penrose] es un platónico y yo un positivista» (p. 158). —¿Y no te da vergüenza? —le preguntó el tipo, como si de verdad lo tuviese ahí en frente al paralítico—. Eso podía no sonrojar a la gente de la década de 1940, cuando un grupito de filósofos muy modestos exploró —y el tipo creía que, pese a todo, de modo saludable— el extremo de la chatura anti-metafísica.— Pero Hawking no sólo no se sonroja, sino que cuatro renglones más abajo, esboza un paralogismo (“una bobada”, en realidad, según el tipo): «Yo no pido que una teoría se corresponda con la realidad porque yo no sé qué es eso. La realidad no es una cualidad que se pueda verificar con papel tornasol» (p. 158). —Pero che —le dijo el tipo, como si ahora estuviese tomándose unos mates con el paralítico—, ¿vos no eras positivista…? Y lo “positivo”…, ¿no era lo real?… … … ¿Y ASÍ QUE PARA QUE LA REALIDAD EXISTA, si no te entiendo mal, tiene que ser algo a lo que se le pueda calcular el logaritmo?— Sin embargo, pese a ironizar así, el tipo se sintió repentinamente desesperado, puesto que él mismo se había tomado en serio lo que acababa de inquirir, y entonces, contrariado, se pregunto: —Pero, ¿cuál es el logaritmo de la realidad? ¿Cuál su acidez, cuál su pH, cuál su alcalinidad?— Con todo, el tipo se recuperó enseguida y, desestimando esta fugaz obsecuencia, insistió en un punto anterior: —Y otra vez: ¿por qué te encaprichás en negar que haya algún referente del concepto realidad al que vos te refieras alguna vez? ¡No tuviste problema en usar positivamente el término “Dios”, pero no sabés a qué se refiere el término “realidad”!

Consecuente

Ya hacia el principio de libro Hawking había dicho: «Todo lo que uno puede pedir es que sus predicciones concuerden con la observación» (p. 12), pero, ciento cuarenta y seis páginas después, va por más: «Todo lo que me interesa es que la teoría prediga los resultados de medidas» (p. 158). —¿Así que todo el trabajo científico que aquellas mentes (entre las más notables de la historia) hicieron durante siglos tiene el solo fin de ver si la aguja de un aparato se aproxima lo bastante a una de sus marquitas?, ¿si dos rayitas están más o menos alineadas?, ¿si dos numeritos están cerca? ¿Eso es todo? Me muero —dijo el tipo. Pero luego agregó:— Stephen, más pobre que Mauricio "Shogun" Rua ante Jon “Bones” Jones, vos te quedaste charlando con Auguste Comte.

Filosofías análogas

»Por lo menos Penrose —se consoló el tipo— hace gala en el libro de aquella sabiduría proverbial que, al sernos recordada, nos insta a formar grandes pensamientos— A mitad del libro, Roger Penrose habla de U y R “sin ninguna pedantería cientificiosa”, según observación del tipo. U es la “evolución unitaria” y, en cierto modo de presentación, es descrita por la ecuación de Schrödinger. R es la “reducción del vector de estado”, también denominada “colapso de la función de onda”. R tiene lugar, como dice el mismo Penrose, «durante la medida de un sistema cuántico, donde las alternativas cuánticas se amplifican para dar resultados clásicos distinguibles…» (p. 90). Al tipo le había llamado especialmente la atención aquel sumario pasaje en el que se ponen de relieve los contrastes entre U y R, dado que el mismo había evocado en su mente elementos cruciales de su propio Sistema Epopéyico-Metafísico: «U y R son procesos muy diferentes: U es determinista, lineal, local (en el espacio de configuración) y simétrico respecto al tiempo. R es no determinista, decididamente no lineal, no local y asimétrico respecto al tiempo. Esto diferencia entre los dos procesos fundamentales de evolución en TC [teoría cuántica] es notable. Es muy poco probable que R pueda llegar a ser deducido como una aproximación de U…» (p. 90). El tipo estaba de acuerdo en que no se comprendería el colapso de la función de onda sin antes haber hecho progresos mayúsculos en física fundamental, pero consideraba, modestamente, que también era necesaria una previa y acabada apertura metafísica. —R me hace acordar a la acción del Espacio Geométrico de Voluntad o poder creador —pensó el tipo—, mientras que U, evidentemente, evoca la Legalidad del Mundo, que constriñe a esa misma voluntad geométrica… ¡Exacto! —prosiguió—, R nos lleva a esa voluntad como cosa en sí irreducible, que llena todos los espacios insoslayables, mientras que U nos proyecta a aquella legalidad que baja del tercer universo a través de ondas matemáticas…

Imagen kitsch

Pero Hawking lo reta a Penrose. No le gustan las odiseas cuasi-filosóficas del grande hombre: «No se necesita gravedad cuántica para explicar el gato de Schrödinger o el funcionamiento del cerebro. Ese es un camino equivocado» (p. 159); «… rechazo totalmente la idea de que existe algún proceso físico que corresponde a la reducción de la función de onda, o que esto tenga algo que ver con la gravedad cuántica o la conciencia. Esto me suena a magia, y no a ciencia» (p. 162) —Pero pará, mostro —dijo el tipo—: la gravedad cuántica, ¿no es lo más difícil que hay? ¿No es, además, lo más fundamental, en el sentido de que debería llegar a proveer los conceptos más poderosos para reconstruir el mundo con racionalidad, de manera que, a la par, se haga honor a toda la descomunal complejidad del universo, sólo ocultada parcialmente por nuestra familiaridad animal? Y si es así (que seguro que es así) ¿qué otra cosa mejor podría ser el candidato básico para explicar al cerebro? Y esto no es una falacia, dear Hawking, porque esto no pretende ser un argumento válido, sino tan sólo una intuición filosófica lo bastante obvia como para que los esnobs y los vagos se le opongan radicalmente. ¿Que qué clase de esnobs? Pues aquellos como el que se apega a una de las dos o tres filosofías dominantes de su tiempo porque ella, de un modo u otro, le dora la píldora a su ego.  ¿Y qué clase de vagos? Pues esto es muy simple a la par que lo más importante: son esos tipos que pregonan la superioridad de su campo de saber o, por lo menos, su autonomía, de suerte que ello les ahorra el estudiar todo lo que podría tener alguna influencia sobre su objeto de estudio, pero que es demasiado trabajoso estudiar. Flojos de mierda. Y para terminar —sigue diciendo el tipo como si de nuevo lo tuviese ahí en persona al paralítico, pero siendo el caso que al que en realidad tiene en frente es al fiambrero, en el súper, del otro lado del mostrador—, con respecto a la conciencia: mirá, Hawking, yo estoy de acuerdo con vos en un sentido (que seguramente te es insospechado) pero en otro sentido (que es el que viene al caso) me opongo absolutamente a lo que decís. No creo que la gravedad cuántica tenga que ver con la conciencia fenoménica (en el sentido de David J. Chalmers), pero sí intuyo, junto con Sir Roger, que ha de tener mucho que ver con la conciencia psicológica (en el sentido de Chalmers).
Una vez Martins le dijo al tipo que lo vio a Hawking en un gran show entre rayos láser. El tipo se había cagado un poco de risa, pero la noticia no le había extrañado. Después pensó que aquel show tal vez haya sido el de 2009, cuando a Hawking lo proyectaron sobre el Senate House de la Universidad de Cambridge. Pero si no fue ahí y fue en un recital de rocanrol, al tipo tampoco le extrañaría. Hawking era una superestrella. Hawking era el freak de la física. Hawking era una mercancía. Era un nombre idóneo, por ejemplo, para firmar extravagantes antologías de física teórica. Era una historia más del “se puede” tinelliano, aunque en su caso no se viera bien por qué no se hubiera podido o por qué hubiese sido tan difícil que se pudiera. Pero igual Hawking calificaba como golpe bajo y, por tanto, estaba listo para Tinelli. Sin embargo para el tipo hay un problema con los freak e incluso con los discapacitados del programa de Tinelli: —No sé por qué —se dice el tipo, ensimismado—, pero siento una gran compasión por todos los discapacitados, salvo justo por los que aparecen en el programa de Tinelli. —Y luego especula:— Nuestro egocentrismo a veces invierte el estado de las cosas. Por eso podemos pensar que Argentina es quizá uno de los países más poderosos del globo, porque lo tinelliza al globo. Incluso podría hablarse de una “tinellización del ser”, o de la cosa, o de la realidad entera. En cualquier caso, al menos podrá decirse que Hawking está tinellizado. 

Listo para Tinelli

El tipo cree que a los discapacitados hay que cuidarlos, quererlos y ayudarlos mucho. Cree que esto debe ser hecho por el Estado y no estar librado a la “benevolencia” de los particulares. Los discapacitados deben ser protegidos con el impuesto de todos los ciudadanos. No tendría que ser Tinelli quien “ayudara” a los discapacitados, sino el Estado. El tipo no ve ninguna razón válida por la que Tinelli deba levantar paladas y paladas de guita por hacer “caridad” con un par de discapacitados. Los discapacitados no son iguales a las personas normales. Los discapacitados deberían gozar de todos los privilegios que la naturaleza les ha negado. Pero entre los privilegios de los discapacitados no debería figurar el que se los convierta en estrellas mediáticas fraudulentas… que, para colmo, engruesan las arcas de un nabo que lucra con todo lo que puede. Por cosas como estas el tipo a veces hasta les toma bronca a los discapacitados de Tinelli. Luego se lo recrimina duramente, porque sabe que ellos no tienen ninguna culpa. Igual el tipo no cree que el discapacitado deba erigirse como héroe nacional, a menos que realmente lo sea. La cualidad de ser héroe es, prima facie, tan infrecuente entre los discapacitados como entre las personas sanas. Pero así como hay héroes entre los sanos, también los hay entre los discapacitados. Y de hecho nuestro Hawking, a pesar de ser un queso en filosofía, es un ejemplo de discapacitado que es bastante héroe en el campo de la física.
El tipo ama a todos los minusválidos, menos justo a los que aparecen en lo de Tinelli y al Hawking tinellizado. Todos los discapacitados menos justo esos le caen bien… Y sin embargo, al tipo no le gustó ni un poquito que la cargaran a la piba down. No le gustó que la mostraran como parecida a la caricatura de Mamá Lucchetti. Y la sola posibilidad de que la piba hubiera podido sentirse herida, hizo que el tipo dudara por un rato si continuaría alineado con el gobierno.